miércoles, 6 de febrero de 2013

Buquebus.





Buquebus.

Los ojitos redondos del mayor de los nenes miran el agua como quien observa una maravilla inenarrable, “-mirá papá”, dice a cada rato, sobresaltándose y haciendo oír su vocecita de silbato, “-mirá papá” el agua, los sacudones de la embarcación, algún otro barquito o chinchorro que se llega a ver batido por las mínimas olas y casi como un destello bajo el sol del Febrero austral.
El Papá se siente feliz, lleva tiempo esperando la oportunidad de estar un poco a solas y prestarles la atención que su familia espera con la paciencia de quienes se saben compartiendo una responsabilidad muy grande. Papá no está mucho en casa, pero es importante lo que hace papá, una legión interminable de monstruos, sierpes de mil cabezas, reptiles de boca llameante, enormes esperpentos amenazan constantemente al pueblo, y Papá tiene por trabajo, lograr que estas voraces alimañas no se cobren victimas entre los más débiles.
Pero eso no importa hoy, hoy están paseando, y no importa nada porque estar juntos un rato sabiendo que se esta haciendo lo correcto tiene un gusto dulce; y es divertido pasear como todos los otros chicos.

Lo que pasa es que una terrible enfermedad se desató hace algún tiempo sobre hombres y mujeres, una enfermedad del alma, que corroe el ánimo y agria el humor, muchos hombres y mujeres, del mismo pueblo que Papá tiene que cuidar, se contagiaron de esta terrible dolencia. Empiezan sintiendo enojo de ver como los débiles se hacen fuertes, siguen con el despertar de cierta admiración por los reptiles y buitres que se alimentaban de esos débiles y que ahora famélicos muestran desesperados sus garras y colmillos. Una enfermedad que en su grado mas avanzado les provoca la muerte del alma, la perdida de toda fe, de todo candor, de toda alegría, transformándolos en bestias vociferantes que solo quieren derramar por su entorno la misma terrible peste que los aqueja. Curar a un país que sufrió tanto es una tarea larguísima, complicada, pero Papá se esta preparando desde que era chico para ayudar a lograrlo.
Pero hoy –por suerte- nada de eso importa, las olitas, el sol, los barquitos, los brazos y cuellos entrelazados, la voz suave en el oído, hoy no importa nada mas que el paseo.

De repente empieza el murmullo, un murmullo fuerte, no secreteado sino por el contrario, un murmullo con espíritu de grito, empieza a elevarse por sobre las cabezas de los demás viajeros. De golpe el murmullo se rompe en gritos, en aullidos siniestros, en un mar de manos que se alargan hacia ellos, en una batahola de seños furiosos, de miradas crispadas, de un odio tan profundo que se podía oler. Los Hermanitos lloraban desconsolados, pero el desgarrador llanto de los niños, no hacia mas que enardecer a la jauría, que –implacable- avanzaba hacia ellos.

Cuando ya parece imposible escapar ven -con los ojos nublados de lagrimas- como el capitán del barquito se acerca presuroso, y -con una mano en alto- les abre paso entre una multitud que solo puede contener el enojo ante la vista de un uniforme (otra de las características de la enfermedad es la desesperada búsqueda de aprobación de cualquier personaje uniformado). Así, entre gritos, forcejeos y escudados en el fetiche de la chaqueta blanca del capitán, llegan tras una puertecita metálica que -al cerrarse- apagó finalmente la vocinglería. ..

Los chicos siguieron llorando, los brazos temblorosos de Papá apretaron los cuerpitos transpirados de nervios entre los espasmos del llanto, mientras con la más tranquilizadora sonrisa que pudo fingir les acariciaba las mejillas a ambos a la vez con sus largas patillas.
No hubo replicas, no hubo respuestas, no hubo más que templanza, Papá lo sabe, cada vez lo sabe mejor:
Solo el amor vence al odio…

Fernandoluis

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