Eduardo Gutierrez [Fragmento de
"El Chacho"]
El Chacho ha sido el único
caudillo verdaderamente prestigioso que haya tenido la República Argentina.
Aquel prodigio asombroso que lo
hacía reunir diez mil hombres que lo rodeaban sin preguntarle jamás dónde los
llevaba ni contra quién, había hecho del Chacho una personalidad temible, que
mantenía en pie a todo el poder de la nación, por años enteros, sin que lograra
quebrar su influencia ni acobardar al valiente caudillo.
A su llamado, las provincias del
interior se ponían de pie como un solo hombre, y sin moverse de su puesto,
tenía a los seis u ocho días 2, 4 ó 6 mil hombres de pelea, dispuestos a
obedecer su voluntad fuera cual fuese.
Los paisanos de La Rioja, de
Catamarca, de Santiago y de Mendoza mismo lo rodeaban con verdadera adoración,
y los mismos hombres de cierta importancia e inteligencia lo acompañaban
ayudándolo en todas sus empresas difíciles y escabrosas.
El Chacho no tenía elementos de
dinero ni para mantener en pie de guerra una compañía.
Y sin embargo él levantaba
ejércitos poderosos, mal armados y peor comidos, que sólo se preocupaban de
contentar a aquel hombre extraordinario.
El Chacho no tenía artillería,
pero sus soldados la fabricaban con cañones de cuero y madera, que se servían
con piedra en vez de metralla, pero piedra que hacía estragos bárbaros entre
las tropas que lo perseguían.
No tenía lanzas, pero aunque
fuera con clavos atados en el extremo de un palo, sus soldados las improvisaban
y se creían invencibles. El que no tenía sable lo suplía con un tronco de
algarrobo convertido en sus manos en terrible mazo de armas, y si faltaba el
alimento comían algarrobo y era lo mismo.
De esta manera el Chacho tenía en
pie un ejército con el que hacía la guerra al Gobierno Nacional, sin que
hubiera ejemplo de que se le desertase un solo soldado, porque todos sus
soldados eran voluntarios y partidarios de Peñaloza hasta el fanatismo.
El Chacho era valiente sobre toda
exageración. Era un Juan Moreira, en otro campo de acción, con otros medios y
otras inclinaciones. Generoso y bueno, no quería nada para sí: todo era para su
tropa y para los amigos que lo acompañaban.
Para éstos no tenía nada
reservado, ni su puñal de engastadura de oro, única prenda que llevaba consigo
y que, en mejores tiempos, le regalara su amigo el general Urquiza.
Este puñal tenía una inscripción
en su puño que le había hecho grabar el mismo Chacho, y que decía así:
"El que desgraciado nace
Entre los remedios muere."
Rara inscripción que se presta a
tantas interpretaciones y que prueba el horror que tenía Peñaloza a la ciencia
médica.
Este solo bien de fortuna que poseía
el Chacho, era la especie de varita de virtud que lo sacaba de apuros, en sus
trances más amargos.
Cuando algún amigo, que para él
lo eran todos sus oficiales y soldados, acudía al Chacho en demanda de dinero
para salvar un compromiso, éste en el momento sacaba su puñal y lo entregaba
para remediar el mal.
-Si la necesidad es grande -decía
con su acento bondadoso-, vaya, empeñe esa prenda por cincuenta o cien pesos,
que ya habrá tiempo para sacarla.
El feliz poseedor de la prenda
acudía con ella a la casa de negocio más fuerte y solicitaba los cincuenta o
cien pesos que necesitaba sobre el puñal del Chacho, que todos conocían.
¿Quién iba a negar el dinero,
cuando era Peñaloza quien lo pedía sobre su puñal?
El comerciante entregaba su
dinero y la alhaja, que volvía a poder de su dueño.
Su corazón, rico de sentimientos
generosos, no conocía el rencor ni la pasión cobarde de la venganza. Era tan
grande y magnánimo con su peor enemigo, como con sus más leales amigos. Así el
oficial o el soldado que cayó prisionero entre las fuerzas del Chacho, fue
obsequiado como el mejor de sus partidarios.
En todo el largo tiempo que hizo
la guerra al gobierno Nacional, ni uno solo de los prisioneros tomados por el
Chacho pudo quejarse del menor mal trato ni de la más leve crueldad.
Herido o enfermo, era asistido
por sus partidarios, y una vez restablecido, entregado a las fuerzas nacionales
sin que le faltara un solo botón de la ropa.
En el campamento era el mejor
compañero de sus tropas, al extremo de jugar con todos ellos y conversar
larguísimas horas alrededor del fogón.
Si llegaba un día en que los
soldados no habían comido, pudiendo él hacerlo, porque no faltaba quien le
regalara un pedazo de charque o de patay, no probaba bocado, porque no era
justo, decía, que el jefe se hartara mientras los soldados morían de hambre.
Unico juez entre los suyos, él se
daba maña para arreglar todas las cuestiones, de manera que las partes quedaran
igualmente contentas y sin resentimientos de ninguna especie.
Cuando el Chacho tenía, todos
tenían, pues su lujo era partir entre todos cuanto tenía a la mano.
El Chacho era un hombre de una
salud de bronce y de una naturaleza especial para resistir la fatiga inmensa de
aquellas marchas prodigiosas, que dejaban asombrados y a treinta leguas de
distancia a sus más tenaces perseguidores.
La esposa del Chacho venía con
frecuencia al campamento y al combate, a partir con su marido y sus tropas los
peligros y las vicisitudes.
Entonces el entusiasmo de aquella
buena gente llegaba a su último límite y sólo pensaban en protestar a la
Chacha, como la llamaban, su lealtad hasta la muerte.
Cuando llegaba la hora de pelear,
el Chacho era el primero que entraba al combate y el último que se retiraba, si
eran derrotados.
Antes de entrar en batalla, el
Chacho daba siempre a sus tropas un punto de reunión, para el caso en que
tuviera que dispersarlas. Y así se veía que el Chacho, derrotado hoy con 2.000
hombres, reaparecía tres o cuatro días después con un ejército de 3.000.
El Chacho no tuvo jamás una
palabra dura para sus subordinados, y cuando alguno cometía alguna falta grave
se contentaba con expulsarlo de su lado, prohibiendo terminantemente que
formara parte de su ejército.
Manso y complaciente, accedía con
la mayor facilidad a cualquier insinuación que se le hacía y que él creía sana.
Cuando él la creía mala o veía
que lo que se le pedía podría perjudicar a su causa, la rechazaba redondamente,
y una vez que el Chacho decía no era inútil insistir.
El Chacho combatía por el pueblo,
por sus libertades y por los derechos que creía conculcados.
Para sí no quería nada ni pidió
nada jamás, en tiempo en que, por hacer con él la paz, el Gobierno le hubiera
dado cuanto hubiera pedido.
De aquí dimanaba principalmente
el gran prestigio de que gozaba el Chacho y la cantidad de hombres que lo
rodeaban.
Porque él había encarnado en él
mismo la causa del pueblo, y cada hombre de los suyos sabía que peleaba por su
propia felicidad y en su propio provecho.
El Chacho era un hombre alto y
musculoso, de una fuerza de Hércules y de una contextura de acero.
Su mirada suavísima y bondadosa
solía irradiar a veces destellos de cólera que hacían temblar a los que estaban
a su lado.
Esto era cuando llegaba a sus
oídos la noticia de alguna cobardía o uno de los tantos fusilamientos que de
chachistas hacían las fuerzas nacionales.
Peñaloza se mostraba entonces en
todo el esplendor de su nobleza, y como una venganza terrible, mandaba redoblar
sus atenciones para con los prisioneros.
Las injusticias del Gobierno lo
habían irritado, porque ningún gobierno debía ser cruel e injusto; luego las
iniquidades cometidas con los paisanos por la autoridad de los pueblos habían
conmovido su corazón hidalgo y había derrocado al gobierno que creía malo.
Pero el Chacho tenía la debilidad
de escuchar las opiniones de los amigos que creía ilustrados, y prestar su
apoyo, para suceder a un gobierno derrocado, muchas veces a un hombre más
indigno que el que derrocó.
Así los aspirantes a gobernador y
los negociantes de la política mantenían relación íntima con el Chacho para
servirse de él, llegado el caso, sorprendiendo su buena fe y engañándolo en
cuanto les era posible.
Sumamente astuto, aunque inocente
en los enredos políticos, se dejaba engañar hasta cierto punto, haciendo a un
lado al pretendiente una vez que lo había calado.
Triunfando el Chacho, triunfaba
la buena causa, la causa del pueblo, y entonces el Chacho pedía una
contribución en dinero para repartirlo entre sus soldados, que andaban siempre
careciendo de aquello más necesario.
En el ejército del Chacho no
había más ordenanzas militares que la palabra de éste, ni más ley obligatoria
que el empeño que cada cual tenía en servirlo y morir por él si era necesario.
El Chacho detestaba el sacrificio
estéril de sus tropas, no aceptando un combate sino cuando creía estar seguro
del éxito, ni se empeñaba mucho en la batalla de éxito dudoso, para conservar
enteros sus elementos.
Con una seguridad asombrosa y una
rapidez notable, el Chacho calculaba cuál debía ser el fin del combate que
sostenía, y si lo creía nulo, desbandaba su ejército en todas direcciones para
evitar la persecución.
Por eso es que el Chacho antes de
entrar en pelea daba a sus tropas el punto de reunión para un día fijo,
encontrándolos reunidos cuando llegaba al punto indicado, y aumentando, con los
amigos que se plegaban, a los derrotados.
Y ésta era la causa de que,
derrotado el Chacho, se le viera en seguida con mayor número de gauchos y
mayores elementos.
Conocedor del terreno en que
operaba, como cualquiera puede conocer su aposento, el Chacho hacía marchas tan
asombrosas y rápidas que muchas veces el ejército que creía irlo persiguiendo
lo sentía a su espalda picándole la retaguardia y tomándole todos los rezagados
que iba dejando en la marcha.
Es que, mientras el Chacho
disponía de los mejores rastreadores y de toda la gente de algún valor en los
ejércitos, el jefe que lo perseguía marchaba a ciegas la mayor parte del tiempo
sin encontrar quien quisiera darle el menor informe, aun bajo la mayor amenaza.
Un dato perjudicial al Chacho, un
informe que pudiera ocasionar una sorpresa era un crimen que no había paisano
capaz de cometer ni por todo el oro del mundo ni por todas las torturas
conocidas.
Esto había causado más de una vez
el fusilamiento de algún paisano que se había resistido a dar los informes
pedidos, o el martirio de algún prisionero por la misma causa.
Pero esto producía un efecto
contrario al que se buscaba, pues con este proceder los paisanos huían del
ejército regular como de la calamidad más espantosa.
Cada vez que el Chacho tenía
conocimiento de algún hecho de éstos, su indignación no conocía límites.
-¡Y ése es el ejército civilizado
que nos persigue como a horda de salvajes! -exclamaba conmovido-, ¡y degüella
nuestros leales y azota nuestras mujeres! ¡Y ésos son los valientes que vienen
a enseñarnos el goce de la ley bajo las banderas del gobierno!
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